Del Barrio Norte a la Villa 31 (parte III)

Padre MugicaPor Hugo Presman

Fue nublado y lluvioso aquel sábado 11 de mayo de 1974. Carlos Mugica no sabía que empezaba a transitar su último día de vida.

Alejandro Mugica, afirma actualmente que su hermano le había dicho que recibía amenazas y que lo iban a asesinar los esbirros de López Rega. Relata Martín De Biase:

“En aquella jornada del 11 de mayo de 1974, Mugica permaneció en su domicilio de Gelly y Obes hasta después del almuerzo. Alrededor de las 14,30, se despidió de los suyos para dirigirse a la villa de Retiro, donde debía integrar el equipo “La Bomba” en el campeonato interno de fútbol. Luego del partido, en el cual demostró como de costumbre su habilidad deportiva y sus ansias de triunfar a toda costa, se dirigió en su Renault 4L azul,… a la parroquia San Francisco Solano. Allí debía coordinar una reunión de parejas que se preparaban para el matrimonio pero, como de costumbre, llegó tarde. Al escuchar que algunos novios ya se encontraban conversando, se atrevió a preguntar:

—¿De qué hablaban?

—De la muerte –respondió uno de ellos.

—¿De la muerte?, preguntó Mugica sorprendido, la muerte no existe; sólo existe la vida. Ahora estamos viviendo la vida intrauterina, luego viene el parto, que es a lo que usualmente llamamos muerte natural, y finalmente pasamos a la plenitud de la vida, que es algo magnífico que resulta imposible de imaginar para nosotros.

Al finalizar la charla, el sacerdote caminó los pocos pasos que lo separaban del templo para presidir la misa de las 19. Durante la celebración, una feligresa llamada María Ester Tubio de Tozzi divisó una presencia extraña: en el último banco se encontraba un hombre robusto, de bigotes “achinados” y cabello negro, vestido con campera y pantalón oscuros, que permanecía ajeno a las alternativas de la ceremonia. En su posterior testimonio ante la justicia, la señora de Tozzi declaró que, debido al aspecto y a la actitud del hombre, supuso que no se trataba de alguien que concurriera habitualmente a la Iglesia sino que se hallaba allí con otro propósito. Apenas concluido el culto, Mugica se encontró con Carmen Artero de Jurkiewicz y Ricardo Capelli, dos de sus colaboradores en la villa de Retiro. Ambos deseaban interceder a favor de Nicolás Margoumet, un desocupado que pernoctaba en la capilla “Cristo Obrero” pero que, luego de una discusión mantenida con el sacerdote dos días atrás, se había retirado del barrio sin previo aviso. Margoumet, ahora arrepentido de su actitud, deseaba reconciliarse con el sacerdote y había solicitado ayuda a sus amigos. Artero, Capelli y Mugica conversaron por alrededor de 25 minutos y, concluido el diálogo, salieron del despacho para buscar al desocupado, quién permanecía dentro del automóvil que lo había trasladado hasta el templo, junto con sus intercesores. Al pasar por la sacristía observaron allí al padre Jorge Vernazza, párroco de San Francisco Solano, y a un joven ecuatoriano llamado Alfonso Dávila, también colaborador del barrio “Comunicaciones”. Luego de saludarlos, continuaron caminando unos pasos en dirección a la calle. Segundos después, sonó el teléfono de la parroquia. Al atender Dávila, un hombre le gritó desesperado: ¡Que no salga Carlos! ¡Por favor, que no salga! Pero Carlos ya había salido. Cuando se aprestaba a ir al encuentro de Margoumet, el hombre de bigotes “achinados” que había sido visto dentro de la Iglesia, quién sería el subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón Sena, uno de los jefes operativos de la Triple A, lo llamó:

— ¡ Padre Carlos!
— Si, respondió él, girando hacia su derecha, y enseguida el hombre le disparó, con una ametralladora 9 mm, una ráfaga de proyectiles de los cuales cuatro de ellos (según la autopsia judicial, aunque otras pericias difieren) impactaron en su cuerpo. Luego, el asesino caminó a paso rápido hasta un Chevrolet Rally Sport, de color verde claro, que había sido robado días atrás.

Aún perforado a balazos, Mugica cayó tendido en el piso vivo y consciente. Cerca de él también yacía Capelli, alcanzado en el hombro izquierdo por un proyectil. Eran las ocho y cuarto, y el “parto” se acercaba. Al ver a su compañero tendido, Vernazza entró rápidamente al templo, tomó los santos óleos y le administró la unción de los enfermos. Sin perder tiempo, los presentes cargaron a los dos heridos en un automóvil Citroën y los trasladaron al hospital Salaverry. Mientras se dirigían hacia allí, Mugica, pese a sus fuertes dolores, sonrió a Vernazza y le guiñó el ojo. Esto hizo renacer en el grupo vanas esperanzas. Apenas arribado al hospital, todo comenzó a prepararse para operar a Mugica de urgencia. En el interín, con voz apenas audible, el sacerdote alcanzó a murmurar a una enfermera: “¡ Ahora más que nunca debemos estar junto al pueblo!”.

La intervención quirúrgica duró poco más de una hora pero, cuando los relojes marcaban exactamente las diez de la noche, el corazón del padre Carlos se detuvo para siempre. Había pasado a la “plenitud de la vida … El cadáver de Mugica fue llevado hasta la capilla de Cristo Obrero, donde doblaron las campanas en señal de duelo durante toda la noche. El templo quedó totalmente colmado, y quienes se acercaban a brindar su último adiós al padre Carlos debían realizar una cola de cien metros en las calles embarradas.”

Dice Magdalena Ruiz Guiñazú: “No olvidaré nunca (y se me caen las lágrimas al recordarlo) a esos dos ancianos abrazados, esperando en la Recoleta, en esa mañana nublada y gris, que el larguísimo cortejo que traía a su hijo subiera desde la villa de Retiro por la Avenida del Libertador” Carlos Mugica tenía 43 años, diez más de la edad que se le atribuye a Jesús en el momento de su muerte. Había nacido un 7 de octubre de 1930. En su cortejo desde la Capilla de Cristo Obrero hacia el Cementerio de la Recoleta, los dos mundos en los que había vivido conformaban una especie moderna de coro griego. Pero no sería definitivo. Un cuarto de siglo después, en 1999, los restos del cura villero volverían hacer el recorrido en sentido contrario

EL REPOSO DEFINITIVO. DE BARRIO NORTE A LA VILLA 31

Había nacido en Barrio Norte pero su vida alcanzó su verdadero sentido con sus hermanos villeros, en la villa de Retiro. Ahí donde su recuerdo ha vencido largamente a la muerte. Ahí donde parece resonar el poema de Antonio Machado “La Saeta”: “Dijo una voz popular:/ Quién me presta una escalera/ para subir al madero/para quitarle los clavos/ a Jesús el Nazareno?/ Oh, la saeta, el cantar/ al Cristo de los gitanos/ siempre con sangre en las manos/ siempre por desenclavar./ Cantar del pueblo andaluz/ que todas las primaveras/ anda pidiendo escaleras/ para subir a la cruz. Cantar de la tierra mía/ que echa flores/ al Jesús de la agonía/y es la fe de mis mayores/ !Oh, no eres tú mi cantar/no puedo cantar, ni quiero/a este Jesús del madero/sino al que anduvo en la mar!.

Ésta es la crónica firmada por Alejandra Rey del diario La Nación, un medio no precisamente favorable al cura, cuando sus restos volvieron a la villa en 1999. Bajo el título “Bergoglio rezó por los silencios cómplices” y con el subtítulo Procesión decía:

“El féretro fue llevado a pulso desde la Iglesia del Pilar hasta la parroquia Cristo Obrero; de allí salió hace 25 años. La bandera se veía desde lejos y flameaba con furia. Decía” Villa 31” La sostenía con dificultad un chico de 12 años que no conoció a Carlos Mugica, pero que sabe casi todo de él: vive en Retiro, cerca de la Capilla Cristo Obrero, donde el sacerdote cumplió su apostolado hasta que lo acribillaron a balazos en 1974. La bandera estaba escrita con letras rojas y salió ayer, muy temprano de la Villa 31; su abanderado la puso bien alto, frente a la Iglesia del Pilar, en la recoleta, de donde partieron en procesión los restos del sacerdote. Desde ayer, un nicho grande, construido en la entrada de Cristo Obrero, es la nueva sepultura de Mugica, “el cura villero” como dijeron ayer; “ el sacerdote que se desveló por la suerte de los pobres” como recordó el cura Héctor Botan, durante la misa celebrada en la villa … Extraño ver a la policía cuidando a esas cuatro cuadras de villeros que marcharon con las imágenes de las vírgenes de Copacabana y de Caacupé, con banderas de Paraguay y de Bolivia y con las consignas que, seguramente, dijeron hace 25 años pero a contramano: pan, techo, trabajo. También había familiares de Mugica, como su hermana Carmen, amigos de la familia y una treintena de sacerdotes de todas las diócesis de la Capital y de la provincia, como Eduardo de la Serna, que vino de Quilmes para honrar la memoria de Mugica … En la villa, mezclado entre quienes le dieron la bienvenida, estaba el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Bergoglio, que caminó por las callecitas de la villa hasta llegar a Cristo Obrero, donde se celebró una misa.“Oremos por los asesinos materiales, por los ideólogos del crimen del padre Carlos y por los silencios cómplices de gran parte de la sociedad y de la Iglesia” dijo Bergoglio a los fieles”

Cuando todo había concluido, muchos creyeron ver la figura de Carlos, corriendo por la cancha con su número 10 en la espalda, puteando como lo hacía cuando jugaba al fútbol, y metiendo un golazo para el equipo de la lucha y la memoria. La red se sacudió y tal vez por efecto del viento, muchos creyeron volver a escuchar su voz que decía: “¡Ahora más que nunca debemos estar junto al pueblo!”.

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