TIERRA DE POCOS

por Hernán López Echagüe

La política argentina continúa repleta de personas dignas del desprecio y la náusea sobre cuyo pasado o trayectoria, parece, hoy es insensato hablar. Al amparo del olvido, de esa melancólica oquedad que da la impresión de haber devorado buena parte de la memoria colectiva, algunas ocupan despachos oficiales y otras pretenden hacerlo.

Ahora, para celebrar el comienzo de un nuevo año, el poder político ha resuelto obsequiarnos la resurrección de Juan José Alvarez, hombre que ha hecho de la promiscuidad su arte: entre 1991 y 1993 integró el directorio del Banco de la Provincia de Buenos Aires. De allí, y hasta el año 1995, bajo la administración Menem, ocupó la subsecretaría de la Función Pública de la Presidencia de la Nación. Luego fue electo intendente de Hurlingham, empleo político que abandonó el 26 de octubre de 2001 para instalarse en el despacho del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires: cabe recordar que Carlos Ruckauf era el gobernador. Dos meses más tarde, en los días previos a la rebelión de diciembre, supo brindarle al duhaldismo una generosa mano. Recibió en su oficina al entonces piquetero Luis D´Elía y le aconsejó: “Ustedes, si quieren darle a los comercios chicos, denle p´adelante, basta que no se metan con los hiper”.

Tras la caída del gobierno de la Alianza, Adolfo Rodriguez Saá lo designó ministro de Seguridad de su efímera y grotesca verbena nacional. La buena fortuna de Juanjo no finalizó allí: su amigo Duhalde juzgó oportuno premiarlo con el cargo de ministro de Seguridad, Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Demasía de responsabilidades a las que supo responder con aplomo y convicción.

El viernes 7 de junio del 2002, es decir, diecinueve días antes de la masacre de Avellaneda, dijo: “El gobierno está decidido a impedir los cortes. No se trata de dureza o blandura, sino de una decisión política. A la ciudad no se la puede bloquear. Habrá operativos conjuntos de las Fuerzas de Seguridad para hacer frente a este tema”. El día 19 de junio, advirtió: “Los intentos de aislar totalmente la capital serán considerados una acción bélica”. ¿Acción bélica? Vaya palabras.

Recordar lo que sucedió una semana después en Puente Pueyrredón suena a reiteración enojosa. Pertinente, sí, es traer a la memoria la conducta de Alvarez en las horas posteriores al asesinato de Santillán y Kosteki. En la noche del mismísimo 26 de junio, en conferencia de prensa y de modo pueril, procuró justificar los asesinatos, la cacería, las balas de plomo, la brutal represión: “Se han visto agresiones con una honda, con escopetas, armas y bombas molotov”. Detuvieron a 160 manifestantes y no lograron hallar siquiera un arma. Al día siguiente, el ministro del Interior, Jorge Matzkin, leyó ante la prensa un comunicado escrito por Alvarez: “Las acciones que dejaron el trágico saldo de dos muertes, constituyen un plan de lucha organizado y sistemático, que puede llegar a amenazar y reemplazar la fórmula de consenso que la mayoría de los argentinos hemos elegido. Hay quienes prefieren el lenguaje de la violencia”.

Bienvenido, Alvarez, al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

* * *

Pese a las evidencias, nada de esto recuerda Horacio Verbitsky, tan habituado a hurgar en la vida de funcionarios y dirigentes. Todo indica que ha sido víctima de un pasmoso rapto de desmemoria. Prefiero obviar conjeturas acerca de las verdaderas razones de la enorme y abismal laguna que le ha inundado el cráneo.

En su artículo “Tierra de nadie” (Página/12, jueves 6 de enero), destinado a trazar una semblanza política de Alvarez, ignora por completo cada uno de los pasos recientes del presunto especialista en seguridad. Diríase que denominar artículo periodístico a su escrito comporta una amabilidad. La columna de Verbitsky semeja una de aquellas macilentas y engañosas reseñas de vida que toda oficina de prensa de un candidato o dirigente entrega al periodismo en tiempos de comicio. Líneas en extremo asépticas, cargadas de ingenua corrección, que sólo apuntan a describir una vida desprovista de pozos y equívocos. Supongo que apremiado por el decoro eludió la tentación de entregarse a la lisa y llana escritura de un panegírico, género peligroso que supo sortear prescindiendo del añadido de una u otra adjetivación grosera.

Escribe Verbitsky: “Antes de encontrarse con Ibarra, Alvarez fue al hospital donde sigue internado el novio de su hija, quien el 30 de diciembre fue retirado inconsciente de República Cromañón. El le pidió que aceptara el desafío”.

En este pasaje, Verbitsky actúa a la manera de un movilero de Crónica TV, cae en el golpe rastrero y bajo: es un joven postrado en la cama de un hospital el que le pide a su (quizá) futuro suegro que acepte “el desafío”. ¿Qué desafío? ¿El de oficiar de sutil o directo represor, como lo hizo el 26 de junio de 2002? No creo que ese muchacho se lo haya pedido. Pero el solo hecho de figurarse la situación crea en los lectores desprevenidos una compleja sensación de compromiso, de palabra a cumplir. Amarillismo puro. Ese tipo de periodismo que Verbitsky ha repudiado a lo largo de años. Dicho de otro modo: no se puede jugar con la proximidad de la muerte, con el dolor. Es, al final de cuentas, un párrafo inconducente que cualquier editor serio y responsable suprimiría. En la pobre nota de Verbitsky, en cambio, es crucial: su amigo Juanjo es humano.

Sigue Verbitsky: “Como ministro de Seguridad, Justicia y Derechos Humanos, Alvarez chocó con los zatillos, guadarneses y coquinarios de palacio, Alfredo Atanasof, Eduardo Amadeo, Carlos Soria y Miguel Toma, y con los gobernadores José De la Sota, Rubén Marín y Juan Carlos Romero, entusiastas de la mano dura contra la movilización social. La matanza del 26 de junio de 2002 en Avellaneda le dio la razón y obligó al senador Eduardo Duhalde a acortar su interinato al frente del gobierno nacional”.

Aquí, no caben dudas, el que chocó, y de modo tragicómico, fue Verbitsky. “… zatillos, guadarneses y coquinarios de palacio…” Recurrir a semejante español antiguo y alambicado con el propósito de redimir a Alvarez de la responsabilidad política que le cupo en la matanza de junio de 2002, ya es excesivo. Por lo demás, no se corresponde con el corto y perezoso lenguaje que habitualmente emplea. Amadeo, Atanasof, Toma, De la Sota y compañía deben de andar husmeando diccionarios y, en particular, preguntándose qué diablos los separa de Alvarez a la hora de aplicar mano dura contra la movilización social. ¿Alvarez chocó? ¿Contra qué? Suponer que un hombre que anduvo de la mano de Menem, Ruckauf y Duhalde “choca” accidentalmente, se me antoja una tomadura de pelo. Al menos, claro, que choque contra una realidad que niega. Un despiadado espejo, digamos.

Prosigue Verbitsky: “El mes pasado, Alvarez fue sondeado por Mauricio Macri como posible cabeza de lista en la provincia de Buenos Aires. Pidió una audiencia con el jefe de gabinete Alberto Fernández y le comunicó que no quería ser instrumento de la derecha contra el gobierno, pero que necesitaba saber si tendría espacio allí donde prefería estar. La respuesta fue afirmativa, y ayer se concretó en un encargo de alto riesgo”.

Veamos. Como jefe de prensa de Alvarez, Verbitsky resulta fatal. Cae de maduro que Macri inicia conversaciones con políticos que, en mayor o menor medida, tienen cierta afinidad con su pensamiento. ¿O será que Macri anda loco e invita a sus oficinas al primero que se le cruza por la calle para ofrecerle encabezar su lista en la provincia de Buenos Aires? Mal, todo mal. Alvarez no sólo conversó con Macri para escuchar la proposición: desprovisto de carácter, de convicciones, corrió al despacho del cavallista Alberto Fernández. Y le dijo: no quiero ser instrumento de la derecha contra el gobierno. ¿Por qué cuernos tendría que serlo? ¿Qué proyecto de país tiene en la cabeza, que tanto duda en estar con Macri o con el gobierno? ¿Es lo mismo Macri o Kirchner o Ibarra? Pareciera que sí. ¿Es una obligación aceptar candidaturas o puestos? No, desde luego. Alvarez solicitaba un puesto, y, como bien dice Verbitsky, “ayer se concretó en un encargo de alto riesgo”.

Difícil saber qué significado le otorga Verbitsky a la expresión “alto riesgo”. Supongo, claro, que no se refiere al alto riesgo que, de ahora en más, quizá puedan correr cientos de Kostekis y Santillanes.

Y finaliza Verbitsky: “El proyecto que mañana presentará a Ibarra incluye medidas de prevención, tan obvias que ni merecen enunciarse, y otras de fondo, como la transferencia definitiva de la porción metropolitana de la Policía Federal a la jurisdicción porteña. Así se suprimirá la tierra de nadie en la que prosperaron el descontrol imperdonable y su consecuencia, la muerte”.

Desconozco, al igual que buena parte de la sociedad, las medidas de prevención “tan obvias que ni merecen enunciarse”. ¿Unificar las fuerzas de seguridad para actuar, como lo hicieron, en Puente Pueyrredón? Quiero creer que es producto del calor insoportable de estos días de enero, pero la última frase me ha empujado al confín de un despeñadero: “Así se suprimirá la tierra de nadie en la que prosperaron el descontrol imperdonable y su consecuencia, la muerte”. Amén. Un buen periodista debería citar libro, capítulo y versículo.

“Tierra de nadie”. Vaya palabras estólidas para titular una semblanza oficial. Esta tierra, en la que imperan la desocupación, los inconfesables acuerdos con el FMI, la criminalización de la protesta social y un enjambre de funcionarios y dirigentes políticos ladinos y contumaces, no es “de nadie”, y ojalá así lo fuera: es de unos pocos. Pertenece, desde hace décadas, a los hacedores de un sistema que continúa matando impía y alegremente: cada día, a cada hora, a través de sus políticas de exclusión; en ocasiones, a través de disparos arteros. Siempre de manera impune y desfachatada.

La tierra de pocos está presidida por un hombre que a lo largo de 1992, en representación de los gobernadores de las provincias petroleras, no hizo otra cosa que gastar tiempo y energía para presionar a los legisladores que se oponían a la privatización de YPF. Basta echarle un vistazo a la edición del 23 de septiembre de 1992 del diario Clarín. El gobierno de la tierra de pocos cuenta con la inapreciable colaboración de Oscar Parrilli, secretario general de la Presidencia, que, también en aquellos días, desde su banca de diputado nacional, defendió a viva voz la entrega de las reservas petroleras: “Siento una gran satisfacción por el inicio de esta sesión. Por ello debo señalar, con sinceridad y profunda convicción, que no venimos a esta sesión arrepentidos de lo que fuimos, no sentimos vergüenza de lo que somos y tampoco venimos a pedir disculpas por lo que estamos haciendo. Nos hacemos presentes en esta sesión con la firme convicción de que estamos dando los pasos que la sociedad argentina y el mundo nos están exigiendo para lograr la transformación de nuestro país”.

Como diría Verbitsky, las consecuencias de la entrega del petróleo han sido “tan obvias que ni merecen enunciarse”. Mal no haría en hacerse una escapada a Caleta Olivia, empobrecida parcela del feudo de Kirchner, para corroborarlo.

En la tierra de pocos el ministro del Interior es un personaje que en octubre de 1994, cuando estaba a cargo de la Intendencia de Quilmes, fue acusado de haber cometido irregularidades administrativas por el juez Ariel González Elicabe, quien finalmente ordenó su detención. Aníbal Fernández huyó de su despacho oculto en el baúl de un automóvil y, por un par de días, se refugió en alguna pocilga duhaldista.

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En diciembre de 2001, horas después de la asunción de Alvarez como ministro de Seguridad del gobierno de Rodríguez Saá, la radio dijo que Juanjo pretendía designar al comisario Roberto Giacomino al frente de la Policía Federal. Un nombramiento descabellado, razón por la cual de inmediato remití a Verbitsky toda la información que había logrado recabar sobre Giacomino en mi libro “El hombre que ríe”: presunto testaferro de Ruckauf que, a lo largo de su estadía como jefe de custodios del Senado, había sabido reunir sustantivos fajos de dinero de procedencia improbable. Verbitsky añadió la información en su columna de domingo; citó el libro. Ese mismo día, poco después del almuerzo, me telefoneó. Estaba preocupado: su amigo Juanjo quería saber si la información que yo había volcado en mi libro acerca de Giacomino era verdadera. “Juanjo no quiere meter la pata”, explicó Verbitsky, “esta noche voy a tomar un café con él y necesito corroborarle que es así”. Tengo absoluta certeza de la veracidad de lo que escribí, le contesté. Y añadí: supongo que él debe de tener manera y mecanismo para confirmarlo, suficiente será que registre los plazos fijos del Banco Provincia.

El final de esta historia es conocido. Giacomino asumió, robó y lo echaron.

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“El verdadero terror es levantarse una mañana y descubrir que tus compañeros del secundario están gobernando el país”. Kurt Vonnegut

Desde luego, la frase de Vonnegut bien puede mover a la risa. Pero resulta franca y doblemente terrorífica al figurarse el gabinete de Aníbal Ibarra y su corte de funcionarios colegiales a cargo de la ciudad de Buenos Aires: un largo, infinito, melancólico e irresponsable encuentro de ex alumnos del Nacional Buenos Aires, “El Colegio”, que, movidos apenas por el ánimo de estar y cobrar, de formar parte del poder, se reúnen. Y nada saben acerca de la vida. Y nada conocen acerca de la dignidad. Y, por sobre todas las cosas, nada entienden acerca de la función que deben cumplir. Un puesto, un salario: ese es el límite de su talento. El resto es el resto, es decir: todos somos tontos que nada comprendemos sobre el proceso de magnífica transformación que atraviesa el país.

La incapacidad de los ex alumnos de “El Colegio” –muy probablemente jóvenes con buenas intenciones– ha sido castigada de prisa y sin encanto: Alvarez aceptó el desafío y ha llegado para suprimir la tierra de nadie.

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Por momentos, mientras escribía estas líneas, me asaltó el recelo. Temía que me acusaran de macrista, lópezmurphista, desestabilizador, cipayo, gorila, menemista, coquinario de palacio, etc. etc. Pero la lectura de algunos escritos de Julio Cortázar, a quien ahora muchos hipócritas y advenedizos reivindican porque está muerto y no puede hacerse oir –como suelen hacerlo con Rodolfo Walsh, que mandaría al diablo a varios periodistas “progres”–, sirvió para infundirme ánimo y, con él, decir: “Los mando a todos a la reputa madre que los parió, y digo lo que vivo y lo que siento y lo que sufro y lo que espero. Sólo así podremos acabar un día con los chacales y las hienas”.


Fuentes: “Darío y Maxi, dignidad piquetera”, libro publicado en el 2003 por el MTD-Aníbal Verón en el Frente Darío Santillán; “Policrítica a la hora de los chacales”, Julio Cortázar (1971); internet, diarios, teléfono y, por sobre todas las cosas, memoria.

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